sábado, 23 de octubre de 2010

Guadalajara, 1947.

Era el plácido atardecer de uno de los primeros días de Julio. No hacía mucho calor, por lo que aquellas mujeres estaban sentadas en sus sillas, a la sombra de la elevada pared que cerraba el patio del cuartel de la guardia civil.
Las mujeres de los guardias, charlaban animadamente, mientras sus manos daban vueltas y más vueltas a los hilos que guiaban sus agujas, con asombrosa agilidad y rapidez, entre sus telas y lanas.
Por el centro de la calle un hombretón, con muchas copas de más en su cuerpo, bajaba dando tumbos; sus piernas parecían buscar un sitio para apoyar sus pies en el suelo de tierra de la empinada calle Alvarfáñez de Minaya.
La visera de una gorra, posiblemente de militar, le caía desde la frente tapándole los ojos, que sólo se le veían cuando su cabeza daba giros de cucaña sobre su poderoso cuello echado hacia atrás. Su camisa abierta dejaba ver un bosque de vello que tapaba por completo su cuerpo, descubierto de ropa.
De sus labios colgaba una sucia y mojada colilla, sin acabar de apagarse, cuyo humo apartaba, de vez en vez, de un lento manotazo muy cerca de su nariz, nariz enorme y morada, como si de una morcilla se tratara.
También tenía dimensiones espectaculares su miembro viril que, fuera del pantalón, lanzaba chorros de orín, con parecido y sincronizado movimiento al de la cabeza, describiendo sobre el suelo líneas interminables. Mientras, tarareaba una canción, con música y letra ininteligibles que, como final de estrofa siempre era una blasfemia.
Sus ropas, tenían manchas oscuras y blanquecinas, estas últimas en la chaqueta, seguramente de estar recostado sobre alguna pared de yeso. La chaqueta y los pantalones tenían “sietes” por doquier. Las botas, de número elevado, de media caña, sobresalían de los pantalones, remangados hasta la altura de las velludas espinillas.
Las mujeres habían saltado hacia la amplia puerta de la casa cuartel; a algunas de ellas se las adivinaba ya en sus casas, en las ventanas, detrás de las persianas, observando los desmanes del iracundo y borracho individuo.
Éste había soltado una estruendosa y grosera carcajada, haciendo más ostentación de su pene, dirigiéndolo, apuntando, como si un arma de fuego fuera, hacia la ovalada y elevada puerta, por donde habían huido las ocho o diez mujeres, que habían abandonado sus sillas, casi, en la mitad de la calle. Algunas de las sillas volaban varios metros a consecuencia de los puntapiés que el beodo las propinaba.
Había parecido interminable la escena, sin embargo, todo transcurrió en escasos minutos. Se iban apagando las voces de aquel energúmeno, al que nunca volví a ver más, que desaparecía por la curva que conducía al camino del cementerio.
Bordeando ese camino, abajo, en la hondonada, se encontraba la explanada del cuartel, donde, casi de continuo, se oía la corneta y los tambores acompañando, en su desfilar, a la tropa.
La tarde iba, así, muriendo, dejando su quehacer a las escasas y lánguidas luces que alumbraban las noches del Guadalajara de 1947.

(De "Lo que recuerdo... y quiero recordar")

5 comentarios:

  1. Comprendo que esa escena se te quedara grabada ¡qué tremendo!

    Un beso

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  2. Impacta este recuerdo tuyo, Jorge, de un realismo descarnado.

    Besos alcarreños.

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  3. Muchas gracias, Ana, por tu presencia y comentario.
    Otro beso.

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  4. Paloma, gracias y los mismos besos para ti, renovados y con más fuerza.

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  5. Siempre van a existir esos tipos, son atemporales, tu narrativa es excelente Jorge, fu como ver una cinta, me encantó.

    Un abrazo cariñoso.

    mepm

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